Esta columna no es un pasquín para promover la Jihad ni una refutación extemporánea del eslogan utilizado en las pasadas elecciones presidenciales por Antanas Mockus, candidato a quien le inventaron la falsa especie de que era ateo cuando un análisis somero del principal mensaje que utilizó para conquistar al electorado hubiera demostrado lo contrario. Este escrito es una disquisición sobre lo sintomático que resulta el lenguaje utilizado por una sociedad de las creencias religiosas prevalentes en ella, y de lo difícil que es desmontar una tradición secular de confesionalidad del Estado para consolidar uno verdaderamente laico.
En la sentencia C-239 de 1997, la Corte Constitucional despenalizó la práctica de la eutanasia cuando es realizada por médicos y con el consentimiento del enfermo terminal —o en condiciones de vida indigna— que desea morir. Allí precisó la Corte, entre otras cosas, que aunque la vida es el principal derecho que protege la Constitución en tanto presupuesto para el ejercicio de todos los demás, no puede asumirse como un bien “sagrado” en la medida en que el Estado colombiano, en virtud de su naturaleza laica, es por completo ajeno a consideraciones de carácter religioso como sustento filosófico.
En este contexto, la vida no es un derecho absoluto ni irrenunciable. Por el contrario, el ordenamiento jurídico contempla hipótesis como la legítima defensa, el estado de necesidad y el escenario de guerra en las cuales es lícito suprimirla, y también protege situaciones donde el derecho a la vida es renunciable por su titular cuando lo decide de manera libre, simplemente porque ya no quiere vivir (prueba de ello es que no se encuentra penalizada la tentativa de suicidio) o porque considera su vida indigna en razón del sufrimiento que la acompaña, como en el caso de la eutanasia. Sin embargo, la mencionada providencia generó división en la corporación debido a las creencias católicas de tres magistrados que salvaron el voto, y uno más que lo aclaró, por considerar la vida un bien “sagrado” y por lo tanto absolutamente irrenunciable por parte del individuo, independientemente de las condiciones en que se encuentre.
Cosa distinta había ocurrido con anterioridad en la sentencia C-224 de 1994, mediante la cual el alto tribunal constitucional decidió, en un malabar interpretativo insostenible en un Estado laico, acoger la tesis según la cual la “moral cristiana” se identifica con la “moral social” colombiana y por consiguiente el artículo 13 de la ley 153 de 1887, que establece que “la costumbre, siendo general y conforme con la moral cristiana, constituye derecho, a falta de legislación positiva", resulta compatible con la Constitución. Curiosamente, tres de los cuatro magistrados que salvaron el voto en esta providencia fueron los mismos que con posterioridad apoyaron la legalización de la eutanasia.
Veinte años después de promulgada la Constitución del 91 aunque de iure el Estado colombiano es laico, de factum sigue siendo confesional. Esta discordancia entre la norma y la realidad social que la desmiente se explicaen primer lugar por la inercia institucional de más de un siglo de confesionalidad del Estado que nos dejó como legado el anterior régimen de la Constitución de 1886. Y en segundo lugar por la presencia de varios altos funcionarios que aún ejercen su cargo con base en prejuicios religiosos católicos y en abierto desconocimiento del mandato de laicismo que les impone el texto constitucional. Ejemplos notorios de esta desviación de la función pública son, además de los aludidos magistrados de la Corte Constitucional, el expresidente Álvaro Uribe, que con el decreto 4500 de 2006 volvió nuevamente la cátedra de educación religiosa “obligatoria y fundamental” en los colegios públicos y privados; y el actual procurador general Alejandro Ordóñez, quien además de instalar oratorios católicos en las oficinas de la Procuraduría predica sin pudor su homofobia y desprecio por los derechos reproductivos de las mujeres.
Mientras subsistan servidores públicos que evalúan los derechos humanos en términos de “sagrados” o “herejes”, incapaces de anteponer la Constitución a sus creencias personales, el laicismo estatal no pasará de ser una promesa constitucional incumplida. En un Estado laico nada puede ser “sagrado” en el ámbito de lo público, ni siquiera la vida, pues la sacralidad es un criterio de valoración del mundo que debe permanecer confinado al fuero interno de las personas. Sin duda, el mayor obstáculo que hoy encuentra para su materialización el Estado laico en Colombia es la proliferación de altos funcionarios que quieren imponer su particular visión divina del mundo al resto de la ciudadanía.
@florezjose en Twitter
La vida NO es sagrada