A ver si a usted también le pasa todas las mañanas: empieza con La W y se cansa al rato, porque Casas está recitando poemas o llevan horas enfrascados en un tema sin conclusión. Entonces se pasa a Caracol, y se aburre en dos minutos porque el tema del día es sobre peinados de famosos que le gustaría tener o porque los segmentos de comerciales son eternos. En un acto de generosidad, uno se va para RCN, pero oír a Pacho Santos tratar a los periodistas de mijo y pontificar sobre el buen gobierno de Uribe es agotador. Termina uno oyendo a Vicky Dávila, y concluye –deprimido, desconsolado– que La FM es lo menos peor que tiene la radio colombiana por las mañanas. Como uno no se aguanta a Vicky más de media hora, y como combina noticias con vallenato, uno termina el resto de la mañana saltando de una emisora a otra, a ver si encuentra una que lo entretenga o, de tener suerte, lo informe. Pero no: eso no va a pasar. Y tal vez la solución sea poner un disco, u oír la HJCK, que al menos no le va a sacar canas del desespero. Aunque, si usted oye la HJCK, lo más probable es que ya tenga canas.
Desde que en los años veinte inauguraron la Radiodifusora de Bogotá, la radio en Colombia no ha parado de crecer y ser la fuente de información quizá más importante del país. La radio acá es cultural. En los cuarenta fundaron la Radiodifusora Nacional y con eso aparecieron Caracol, RCN e innumerables derivados de esas que buscaban hablarle a nichos particulares de la población: había una estación para cada perfil, una voz para cada estrato social y cultural. Pero con la entrada del capitalismo y la masificación de los medios, las emisoras dejaron a sus nichos y cambiaron sus ambiciones: ahora el objetivo era hablarle al groso de la población y la competencia ya no era por el que mejor sonara sino por el que más sonara. Y ahí seguimos. Y de ahí la crisis.
En una reciente portada del Economist salía una ilustración del salón de café del siglo XIX, un clásico donde los hombres ilustres se reunían a comunicarse. El argumento del Economist: vivimos en una nueva versión de ese café: hoy todos los medios están en la misma esfera; conectados, en convergencia, articulados entre ellos.
La radio ya no es una esfera distinta a los periódicos, la televisión y el internet. Y la razón de que usted se sienta todas las mañanas en un estado esquizofrénico que no encuentra la emisora que hable su mismo idioma es esa: todas las emisoras apuntan a lo mismo –ser las más oídas– y en esas pierden la subjetividad que lo llevaría a uno a quedarse en una estación la mañana entera.
Tal vez esto no sea culpa de los periodistas, sino de los anunciantes que ignoran esa manera abigarrada como la gente se informa ahora. Creerán que en Colombia no hemos llegado a la convergencia. Pero Twitter no deja de crecer, las emisoras se oyen vía internet, los periódicos gratis se reparten por todo el país y los celulares inteligentes se venden como pan. El argumento de que el internet en Colombia no ha cambiado el espectro de los medios –no solo la tecnología, sino el contenido y el método– es absurdo. Y es por eso, porque los anunciantes no saben eso, que los periodistas se ven obligados a apuntarle a los números: el que más suene, más le pautan.
La radio de la mañana en Colombia se ha vuelto predecible y mala porque todos dicen lo mismo, pero a su forma.
Hay otra razón que explica la crisis. El poder de la radio en Colombia se debe, en parte, a que la televisión está subdesarrollada: nació hace diez años, no tiene análisis, no produce noticias y es un duopolio. En Colombia, Darío Arizmendi es más referente de periodista que Jorge Alfredo Vargas. En Colombia no hay un Larry King, un Don Hewitt. Pero con la llegada de Twitter y el internet se le está acabando el reinado a la radio: la chiva se acabó, los políticos hablan por Twitter, hay que competir con celulares y web. En ese escenario, la radio de la mañana no ha sabido reinventarse.
¿Qué hacer? Hay ejemplos que dicen mucho del futuro de la radio. Por un lado, esquemas como el de “Hora 20” podrían tener cabida en el horario matinal. Así son BBC4 y Radio Francia, que ya se salieron de la entrevista en vivo o el informe de noticias y hacen debates de análisis o crónicas pregrabadas.
Por otro lado, está volver al esquema del nicho. La revista Monocle, por ejemplo, lanzó una estación de radio que ni tiene frecuencia: es solo para internet. Así como la revista, que ha demostrado que en esta era digital sí hay campo para el impreso, la emisora habla el mismo lenguaje erudito de los lectores: urbanismo, innovación, diseño, desarrollo. Ejemplos de este estilo, de emisoras que tratan al oyente en su particularidad, hay varios: véase WTF, This American Life o Friends of Tom.
Si uno le habla al oyente –o al lector, o al televidente– en el lenguaje que este habla, el grado de fidelidad es mucho más alto. Y ese es un mandamiento de la publicidad: no importan cuánta gente está oyendo el anuncio para que éste cumpla su objetivo publicitario. Lo que importa es qué gente, y cómo.
Para poner un ejemplo: si una persona como Héctor Abad oye un anuncio de detergentes en Caracol, no hay forma de que el escritor le pare bolas. Pero si oye en La W –en caso de que La W fuera para intelectuales– un anuncio de la publicación en español de los libros del nuevo Nobel de Literatura, lo más seguro es que vaya y los compre de inmediato. Igual, en realidad Abad debe estar en este preciso momento saltando de una emisora a otra, sin encontrar una emisora que lo informe sobre lo que él quiere saber.
Porque todos los programas de radio de la mañana en Colombia están haciendo lo mismo: tratando de ser masivos. Cuando deberían, más bien, ser únicos, y saberle vender la idea a sus anunciantes de que mejor es hablar bien que hablar más. Mientras ellos no entiendan eso, yo prefiero poner un disco.