Las cosas se parecen a su dueño. Y El Tiempo ha sido, es y será idéntico al doctor Santos. El respeto al statu quo, el culto a los valores consagrados, el servicio a dos amos, las velas simultáneamente prendidas a Dios y al diablo, el oportunismo elevado a categoría de necesidad patriótica, la cobardía disfrazada de prudencia, el miedo a la verdad, la mentira ataviada con los ropajes de la discreción, las fórmulas eclécticas, las soluciones salomónicas, los tonos grises, las medias palabras, los eufemismos, las ambigüedades, fueron siempre las normas de conducta y, aplicándolas sistemáticamente, llegó a convertirse en una de las empresas más prósperas del país. Pero Santos, además, le infundió su personalidad a millones de sus compatriotas. Porque el santismo es un estado de alma colectivo. La gente sigue la línea de la menor resistencia. No habla porque es imprudente, no escribe porque es peligroso, no exige porque es inoportuno, no protesta porque es subversivo, no actúa porque es contraproducente. Y si se atreve a hablar, escribir o actuar, lo hace con reticencias y ambages que diluyen la idea y desvirtúan la intención.
Salom Becerra escribió su novela en los años setenta, pero la trama ocurre en los cuarenta. Es una historia sobre la élite bogotana y liberal que manejó al país desde los salones estilo republicano del Jockey Club durante la Violencia. El Santos que menciona es Eduardo, expresidente y fundador del periódico. Pero la cita con facilidad puede tratarse de su sobrino y actual presidente, que llegó a la subdirección de El Tiempo sin hacer carrera periodística y hoy en día sufre un problema de identidad política que lo tiene montado en un caballo que no sabe maniobrar para remontar en las encuestas. Después de un populista como Uribe, la gente no ha entendido la metodología santista de delegar las decisiones desde un salón republicano. El santismo, así gobierne en el siglo XXI, es un fenómeno de los años cuarenta.***
Según el especial que se publicó el domingo, la portada más crítica que Semana ha publicado sobre Santos se tituló “¿Qué está pasando?”. Mostraba un par de fotos del presidente encogiéndose con motivo de un bajón en las encuestas. El texto no explica las opiniones de la gente, sino que las cuestiona; califica los resultados seis veces de ser “sorpresivos” y tiene afirmaciones como esta: “lo que sorprende es que la encuesta revela (...) un escepticismo general en el estado de ánimo del país que parecería no corresponder al momento histórico que está atravesando”. La otra portada de Santos que uno podría calificar de crítica es sobre la reforma a la Justicia, titulada “Todos quedaron mal”. En el penúltimo párrafo, después de que se responsabiliza al Congreso y a los magistrados y a los senadores, dice: “La verdad es que ninguno de los miembros del gobierno actuó de mala fe o tenía la intención de consagrar constitucionalmente la impunidad”. Semana no niega la realidad: ahí están la encuesta y la reforma a la Justicia. Pero encuadra los argumentos, los ajusta, para que el gobierno salga bien librado y Santos no se queje durante el almuerzo del domingo en Anapoima.***
Mucho se ha escrito sobre la falta de movilidad social en Colombia y la perpetuidad de las élites en el poder. La misma María Jimena Duzán, en su reflexión de aniversario, se quejó de que “en la Colombia actual, para hacer política se necesita no tener ideas, no ser audaz y ser hijo de alguien”. Y Semana ha reconocido más de una vez, y en portada, que este es un país de delfines políticos. Pero lo que les ha faltado a los análisis sobre la élite en Colombia, y en entre ellos vale destacar los de Malcolm Deas, es decir que esos fenómenos también se dan en los medios de comunicación. La puerta giratoria y los vínculos entre las élites políticas y mediática han sido fenómenos cambiantes a través de la historia. Dependiendo del gobierno, los medios han tenido altas y bajas en términos de independencia. Lo dijo Daniel Coronell sobre el periodista de Semana Ricardo Calderón, quien “ha vivido florecientes períodos en los que la revista quiere investigar y otros en los que quiere menos”. El gobierno de Santos es uno de esos momentos en los que la revista no quiere investigar.***
Semana asegura que Uribe ha sido portada 62 veces y Santos, 39. Mientras estuvieron en el gobierno, yo conté 58 portadas de Uribe y 19 de Santos. Según esto, Santos estuvo en la portada 20 veces antes de ganar las elecciones; Uribe, 4. El tono que Semana le ha dado a las portadas del presidente Santos –“El cuarto de hora de Colombia”, “¡Por fin!”, “¿Líder regional?”– es difícil de encontrar en las portadas que le dieron a Uribe: “El poder soy yo”, “Uribeitor”, “¿A qué le juega Uribe?”, “¿Se metieron al rancho?”, “Calma, presidente”, “Grietas en el pedestal” o “¿A qué le teme, presidente?”. Solo hay una portada que se puede considerar positiva sobre Uribe, “El año en que volvió la esperanza”, que fue un artículo firmado por el director, Alejandro Santos, algo pocas veces visto en la historia de la revista. Es forzado comparar a Uribe con Santos: pudo haber razones para ser críticos con el primero y elogiosos con el segundo. Además, en ocho años se generan más controversias dignas de criticar que en los primeros dos, cuando se supone que los mandatarios gozan de una luna de miel. Por eso hacer la comparación en igualdad de condiciones es importante. En el análisis de los primeros 100 días de Uribe, Semana fue escéptica: “Aunque no ha mejorado la situación de los colombianos, el Presidente ha logrado un cambio sicológico que les ha devuelto la esperanza”. Con Santos fue elogiosa:“Casi todos los presidentes de Colombia empiezan bien sus mandatos y la expresión 'luna de miel' se ha convertido en un lugar común para definir el sentimiento de los ciudadanos en los 100 primeros días. En el caso de Juan Manuel Santos, sin embargo, esa figura se queda corta para definir la manera favorable como la opinión pública ha recibido los nombramientos, anuncios y cambios de estilo de su gobierno. La luna de miel actual es una de las más dulces que se pueden recordar”.
Para ambos análisis de los 100 días Semana contrató encuestas, y los resultados no corresponden al tono: Uribe tenía 74% de favorabilidad mientras que Santos, 73%. Aunque hoy se puede explicar la preferencia de Santos sobre Uribe con razones como las chuzadas del DAS o la parapolítica, en los primeros dos años de Uribe no se había destapado ningún escándalo de aquellos. En igualdad de condiciones, pues, Semana fue más santista que uribista. Puedo ser injusto. Puedo estar tomando los ejemplos que me sirven de manera aleatoria para argumentar que Semana es santista. Pero, esta vez, yo no soy el único que he visto esta tendencia. El bloguero Carlos Cortés también se dio cuenta de ella en su burlón “Top de portadas de Mr. Santos”. Ricardo Galán criticó el análisis de la encuesta mencionada. Y La silla vacía dijo que Semana es a Santos lo que El Colombiano fue a Uribe, un panfleto propagandista. “A Semana no le creo ni el horóscopo”, tuiteó hace poco Sandra Borda, una profesora de los Andes. Semana cree, en general, que Santos es regio. Y, aunque esto puede ser cierto y la opinión pública, que desaprueba su gestión, puede estar equivocada, el cubrimiento de Semana sobre Santos no ha sido del todo balanceado.***
Como dijo Juanita León, Santos tiene estrechos vínculos con los medios. El ejemplo de El Tiempo es uno de los más evidentes: su director está casado con una prima del Presidente y es primo de la Canciller. Pero en Semana el presidente tiene a “uno de sus mejores amigos” y a su sobrino favorito. Su asesor más cercano, Juan Mesa, que viene de ser un alto ejecutivo en Caracol, es hermano de la gerente en Publicaciones Semana, Elena. Así han funcionado las élites de los medios casi siempre. Yo, que soy hijo de Rodrigo Pardo y bisnieto de Roberto García-Peña y sobrino de D'Artagnan, soy parte del fenómeno: a los 22 años ya estaba sentado en un escritorio del edificio de Semana al lado de la hija de Felipe López, que es nieta y bisnieta de periodistas/políticos. Mi jefe era Daniel Samper Ospina, nieto y bisnieto de periodistas/políticos. Felipe López es consciente de todo esto, y sus ácidos comentarios lo corroboran: “cuando quise hacer cine, fui director; y cuando quise ser periodista, fui dueño”, ha dicho en tono irónico más de una vez. El clientelismo que remplazó al caudillismo en Colombia le permitió a determinadas élites mantenerse en el poder político, económico y mediático y sucederse entre ellas a manera de monarquía. Semana, porque las cosas se parecen a su dueño, es una revista de la élite. Y durante el gobierno elitista de Juan Manuel se encontró con un escenario, quizás sin precedentes en estos 30 años, donde sus estrechos vínculos con el poder político comprometen su capacidad de tomar distancia. Cuando hay desacuerdo dentro de la élite, Semana es independiente: los gobiernos de Uribe o Samper son ejemplos. Pero cuando hay consenso en ese remoto e influyente círculo de la sociedad –y los procesos de paz serán una prueba más– Semana es culturalmente incapaz de establecer la distancia necesaria para darle una mirada alternativa a la realidad nacional. En general y excluyendo a sus columnistas, Semana es menos independiente cuando se trata del dueño de la finca. En estas columnas he argumentado una y otra vez que el problema de los medios en este país, y sí que los hay, es el mismo de la política y la sociedad: la exclusión. Estamos en manos de las mismas élites de siempre, que se consienten entre ellas y hacen todo lo que pueden para perpetuarse en el poder. Hay matices, por supuesto: innumerables. Y en la historia de Semana antes del gobierno de Santos hubo más independencia que cercanía del poder. No obstante, en los últimos dos años Semana demostró que –con todo y aplicación de iPad– seguimos en los años cuarenta.