Probablemente ese 60% de colombianos que, según Gallup, hoy manifiesta su apoyo a los diálogos con las Farc, seguirá creciendo. Así como irá en aumento la avalancha de ruidos provenientes de los que insisten en no ver en el desconocimiento de derechos, el meollo de nuestra problemática de paz.
Un país serio, cuyas decisiones se fundamenten en el conocimiento y no en las flaquezas e intereses de particulares y políticos, le atinaría a la paz que necesita la sociedad, yendo inclusive más allá de la que demanden las Farc.
Es eso lo que deben ir teniendo claro los colombianos que apoyan el proceso y los que no. Jugarle a la paz que necesitamos, nos salvaría del egoísmo y la miopía de quienes no están contemplando sacrificar privilegios, y de previsibles rearmamentos futuros de facciones descontentas con lo acordado.
La mentira de un crecimiento económico atribuido a un país, cuando la realidad no puede ocultar que solo un puñado de individuos se queda con todo, es el tipo de argumento que se burla de la paz que se necesita alcanzar. Es el tipo de argumento que de persistir, seguirá condenándonos, si no a la guerra imperecedera, a una paz falsa. Esa misma que se puede desmoronar a la vuelta de la esquina.
Cuando al hablar del eventual proceso con las Farc, un editorial de El Tiempo dice que no se trata de negociar el orden institucional establecido; que cualquier reforma solo podrá concretarse cuando los alzados en armas ingresen a la arena política y que las profundas transformaciones deben decidirse mediante las urnas, se reafirma el pensamiento acomodado de un establecimiento que nunca ha sometido a votación ciudadana las decisiones sobre el manejo de la economía. Por el contrario, siempre las ha adoptado e impuesto unilateralmente. Pues bien, así su juego haya consistido siempre en usar la democracia como le conviene, esta vez el tiro le puede salir por la culata. Lo más probable es que las urnas terminen favoreciendo cualquier acuerdo que permita poner fin a la evidente exclusión en la que sus prácticas económicas han puesto a la mayoría. Entonces, que valga la exigencia. Pero que valga de ahí en adelante para todas las decisiones que comprometan el bienestar de la comunidad. Es precisamente esa falta de democracia real la que explica el origen de nuestra falta de paz.
La paz que necesitamos es una fundamentada en lo básico. Lo básico es el respeto real a la reglamentación de las relaciones humanas en la que tanto se han esmerado el Derecho y la organización jurídica de los Estados. Nosotros decidimos desaprender que para vivir honestamente en comunidad se tiene que limitar la libertad individual. Interpretando el texto “La Paz Perpetua” del filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) la libertad de los miembros de una sociedad debe circunscribirse a la legislación común que rige para todos. Ese es su límite y a la vez la garantía de la igualdad ciudadana. Por lo tanto, en la aplicación estricta de esa normatividad común radica que esa igualdad no sea resquebrajada por algún intento de abuso del poder. Ese fue el norte que perdimos. Esa es la base de la convivencia.
En hacer cumplir las reglas de juego, sin cartas marcadas, ni privilegios, para evitar el desborde del poder de los ciudadanos, sin distingos, está la paz que necesitamos.
Pero no nos digamos mentiras, mientras a los cargos de las tres ramas del poder público no llegue gente comprometida con esa regla sagrada de la convivencia humana, cualquier acuerdo de paz no será más que el señuelo para alcanzar reelecciones, prolongar frustraciones colectivas, y continuar sobreviviendo en ese destino de muerte, atraso y pobreza al que los desbordadores del poder nos traen condenados.
El fondo de la paz
Lun, 03/09/2012 - 00:31
Probablemente ese 60% de colombianos que, según Gallup, hoy manifiesta su apoyo a los diálogos con las Farc, seguirá creciendo. Así como irá en aumento la avalancha de ruidos provenientes de los