Los he engañado todo este tiempo. Los hice creer que soy una perra desalmada, promiscua y desenfrenada (no todo lo anterior es cierto). Los hice creer que andaba por ahí brincando de un amante al siguiente sin sentimientos, como si no tuviera corazón. Pero a pesar de que mis historias sórdidas han sucedido como las he contado, lo cierto es que quiero amor. Quiero un amor diferente al de todo el mundo, un amor único. Alguien con quien jugar. Un cómplice. Alguien con quien explorarme y a quien explorar. Quiero un amante, uno solo. Un amigo, alguien que me diga qué leer y me diga que ya no escriba sobre sexo. Alguien con quien quedarme en la casa un viernes tomando vino con la luz apagada y las ventanas abiertas. Alguien con quien compartirme. Quiero amor. Quiero amor. Quiero amor. Quiero amor.
Cada vez que me he ilusionado ha sido porque he pensado en amor. Conozco a alguien que me gusta y con quien me siento cómoda y comienzo a soñar despierta con escenas ideales. Aunque haga un esfuerzo por no ilusionarme y tomarme la historia con calma, aunque me diga a mí misma que estoy relajada siempre me ilusiono y me estrello.
Mi aterrizaje forzoso no sería tan doloroso si no existieran dos factores en la ecuación que hace a mi amor: si yo no fuera una demente (hay que decirlo, yo soy una demente y para nadie debería ser una sorpresa). Mi demencia –decido yo– consiste en vivir la vida día a día, o al menos eso intento. Consiste en que soy libre y en el fondo de mi corazón siento que lo único que tengo que hacer es morirme. Todo lo demás es relativo.
Ese es un problema. Batallo conmigo misma para seguir siendo fiel a mis instintos, a mi corazón. Me niego a acomodar mi naturaleza a las exigencias de una sociedad retrógrada y tercermundista. Lo que es, en esencia, mi segundo problema. Este otro factor son los colombianos. Más específicamente: los hombres. No entiendo cómo les funciona el cerebro y el pene a los colombianos. Cuando se trata de un personaje que tiene mi misma edad entiendo que no sepa lo que quiere. Para nadie es un secreto que los hombres son unos inmaduros. Pero no puedo comprender cómo uno que ya pasa los 40 no sepa lo que quiere. ¿A qué edad comienzan a decidirse, a los 50? A los 50 ya han comenzado a tener problemas para mantenerse erectos. ¿Entonces qué sentido tiene decidirse a los 50?
No soporto la falta de claridad. No entiendo las aguas turbias. Para mí o es blanco o es negro, no existen los tonos grises. Para mí o me quieres, o no me quieres. O me quieres comer, o no me quieres comer. En todo caso, ¿qué los hace pensar que me van a comer? El colombiano se sorprende cuando se percata de haber sido comido. El colombiano aún ve a la mujer como un trofeo, una conquista. No soporto la idea, no soporto la conquista. El juego estúpido de hacerme la difícil, de hacerme desear. Yo no juego así. Para el amor no tengo tácticas ni estrategias. Pero con el colombiano toca jugar y el colombiano juega. Yo no sirvo para esto.
Yo voy de frente siempre. Sin rodeos. Pido lo que quiero, lo cojo. No espero que me lo den. Acá el hombre se aburre cuando no tiene que corretear a la mujer. ¿Qué es ese juego tan estúpido y primitivo? Un hombre dedicado a conquistar una mujer es como aquel que sale a cazar el cerdo que se va a comer. Me gusta es el coqueteo, no la cacería. Y eso en Colombia es un problema. O más bien, mi problema. Ya entendí que soy yo quien tiene que adaptarse al tercer mundo, y no al contrario. Entonces hago un esfuerzo y me quedo quieta mientras muero por moverme y me dejo cortejar. “Cortejar”, como lo hacen los animales.
Escribí un tuit que decía: “Busco interés romántico para regalarle canciones”. La única persona que contestó fue un artista integral, uno de esos que hacen de todo. Múltiples talentos, múltiples actividades. Más cerca de los 50 que de los 40 años, lleno de canas, una cara que a veces parecía de príncipe y a veces de indigente, ojos de esos que dicen cosas sin que se abra la boca, cejas de bravo y una nariz que no habría quedado tan perfecta si la hubiera diseñado un cirujano. Preguntó a dónde mandaba la hoja de vida y le envié mi e-mail. Conversamos durante la siguiente semana haciéndonos preguntas y respondiendo cuestionarios que apuntaban a encontrar la pareja perfecta. Un juego. De inmediato me dio su celular y el teléfono de su casa, y yo en cambio me quedé quieta, jugando un juego que no era el mío.
El sábado por la tarde me invitó a un asado en la casa de sus amigos de la adolescencia, un parche regio, sencillo y muy divertido. Después de varios vodkas y otros estados de conciencia alterados, no siendo esto suficiente, el hombre decidió comprar perico, que ni me sorprende ni me apetece. Lo acompañé a la calle a hacer la vuelta y cuando caminábamos al regreso él comenzó a oler llevándose el polvo a la nariz en la punta de una de mis llaves. Me provoqué. Después me preocupé de que quedaran rastros visibles en mi nariz.
—¿Qué quiere, que le limpie la nariz? —Me preguntó.
—Sí –le dije subiendo un hombro como si mi respuesta fuera obvia.
Entonces se acercó aun más y cuando no quedaba distancia entre nosotros me lamió la nariz. Yo me comí un chicle para quitar el sabor amargo que deja el diablo y él me pidió uno. Desenvolví un Trident y lo puse entre mis dientes frontales. Él volvió a acercarse y se llevó el chicle mordiéndome la boca muy duro con la forma de uno de esos besos difíciles de superar.
—¿Tiene más chicles? —Preguntó.
—Sí.
—¿Muchos más?
Cuando salimos del asado me acompañó a una reunión en la casa de un amigo, después nos despedimos y cuando me desperté el domingo antes del mediodía, tenía seis llamadas perdidas del artista integral. Quería invitarme a almorzar a la casa de uno de sus amigos del día anterior, él cocinaría. El multi talentoso cocinó pasta con una salsa que preparó con dos sopas de mariscos congelados y más mariscos frescos. Almorzamos los tres y cuando el amigo se encerró en su cuarto a dormir una siesta, este hombre y yo nos dimos besos hasta que me mareé.
Veinte minutos más tarde estaba de rodillas vomitando mariscos en el inodoro y después me dio diarrea. Entré al baño seis veces en total y después de vaciar el estómago me acosté en el piso frío, sin barrer, a morirme. Sudaba frío y sentía como si me fuera a desmayar. Mientras tanto el hombre multifacético me esperaba sentado en la sala, oyendo mis ruidos de perro enfermo al vomitar.
Pedí un taxi que voló por la autopista norte y me dejó en mi casa donde seguí evacuando mi vida hasta quedarme dormida. A las ocho de la noche me despertó una llamada. Era él.
—Llamo a decirle que llegué bien y que me siento bien—dijo él.
—Me morí y tú lo oíste todo.
—La oyeron hasta cinco cuadras a la redonda.
—Qué sexy. Ahora te gustaré más…
—Bueno —dijo él— siga durmiendo que eso la hace sentir mejor.
Esa fue la última vez que llamó. No volvió a escribir y solo se comunicaba públicamente a través de Twitter. Maldito Twitter. Yo me inventé un par de excusas perfectas para llamarlo y él siempre andaba haciendo otra cosa. Hacia el final de la semana le dije que entendía que había perdido impulso y dejaría de insistir. Entonces, como soy infantil e inmadura, lo borré de Twitter, Facebook y G-talk por no querer verlo más y comencé a escribir tuits tóxicos y anónimos –como es mi costumbre–. El brillante artista supo de inmediato que iban dirigidos a él y me mandó un e-mail que decía: “Deje la pataleta. Viva el aquí y el ahora”. Malditos hippies. Maldita mi propia filosofía mitómana. Maldita la hora en que les hice creer a todos que solo quería follar.
Ya no quiero follar. Ya no quiero más amantes. No quiero más extraños. No quiero más promesas huecas. Ni una más. Quiero honestidad, quiero desfachatez, quiero que me digan lo que quieren. Quiero que sepan lo que quieren, que sean directos, que tengan la capacidad de decirme que solamente pretenden agregar mi nombre a su cuadernito negro donde acumulan amantes como un preso va agregando rayitas cada día que pasa. Yo quiero decidir si me le mido al juego sin que me metan en él a punta de promesas que saben que jamás van a cumplir. Quiero que se despidan si se aburren de mí. Que no me hagan creer que todo está bien y que solo están ocupados. Que no me hablen mierda, que no me hablen más mierda. Ya la he oído toda.
Prometo, si son honestos y muy claros conmigo, que no haré pataleta. Pero mientras esto no pase sigo llorando como si tuviera motivos para sufrir. Y es que es muy difícil ser yo. Muy difícil.
@Virginia_Mayer
Confieso haberlos engañado
Vie, 19/10/2012 - 09:03
Los he engañado todo este tiempo. Los hice creer que soy una perra desalmada, promiscua y desenfrenada (no todo lo anterior es cierto). Los hice creer que andaba por ahí brincando de un amante al si