Y los argentinos prepotentes

Vie, 08/08/2014 - 05:09
La escena es sencilla: eran las ocho de la mañana y estaba parado en medio de un vagón del tren que va desde las afueras de Buenos Aires hasta el centro de la ciudad. Iba para el trabajo, en hora pi
La escena es sencilla: eran las ocho de la mañana y estaba parado en medio de un vagón del tren que va desde las afueras de Buenos Aires hasta el centro de la ciudad. Iba para el trabajo, en hora pico, con mucha, mucha, pero mucha gente en ese pequeño espacio. Unos estaban leyendo libros (es asombrosa la cantidad de personas que se entregan a la lectura en Buenos Aires) otros pegados a sus celulares seguramente chateando, jugando Candy crush o exprimiendo su cerebro en el intento de jugar Preguntados. Todos muy cerca del vecino. Había solo espacio para respirar. Paramos en la estación de Nuñez y una señora se pudo subir al vagón a punta de pedir permiso con todo un carrito de esos con los que venden café, aromáticas, panes y demás alimentos básicos de un desayuno callejero porteño. Como era de esperarse todos hicieron esa cara de desprecio al tener que acercarse más y más hasta quedar embutidos para poder darle a la señora su derecho a transportarse con su negocio sobre ruedas. En una estupenda maniobra de flexibilidad digna de las olimpiadas, la puerta logró cerrarse y de nuevo el tren reanudó su marcha bastante lenta, bastante paciente. Yo iba clavado en mi libro de Oscar Wilde y al rato, no mucho, una señora hizo un comentario suelto sobre algo irrelevante que no alcancé a escuchar. Otra le respondió con una frase que inundó de tensión ese pequeño espacio del tren. Con todo el juicio que le pudo imprimir a su voz dijo: “esos son los bolivianitos y peruanitos que vienen aquí a trabajar en la calle porque allá en sus países no les dan trabajo”. Bueno, la frase si la lee puede que no le resulte nada fuera del otro mundo. Pero si le digo que esa señora la dijo con un desprecio y un asco tan grande que hizo que todas las personas aguantaran la respiración y solo se escuchara el sonido de los rieles, entonces sí parece algo grande. Fue su acento de argentina prepotente que con un asco desgarrador dijo eso en una voz que llegó a los oídos de todos. Incluso el aire que escaseaba sobre las cabezas muy unidas dejó de moverse por una fracción de segundo. La incomodidad se sintió como una cachetada moral y de alguna parte surgió otra voz que rompió el silencio: “¿cuál es la señora que está discriminando?, nosotros no venimos ni a robar ni a hacer nada malo, venimos a trabajar honestamente y si no le gusta entonces tome taxi y no se monte en el tren o váyase en un avión”. Muchos soltaron la carcajada. La señora que respondió, que tenía un acento peruano muy marcado, saltó a la defensa de su país y de sus compatriotas. Todo estaba un poco más calmado cuando de pronto, la atacante intervino de nuevo con otra frase igual o peor: “es que todos se vienen para acá a robar” ese si fue el momento climax de la situación. Después de eso empezaron a gritarle a la señora que se perdía entre los demás por lo apretados que íbamos. Ahora no era ningún peruano o ecuatoriano o colombiano o venezolano, los que gritaban, eran los mismo argentinos que estaban en el bus los que le decían a todo volumen: “che, señora, porqué mejor no se calla”, “debería bajarse del tren si no le gusta”, “por personas forras como usted es que esto está hecho una mierda”. Por supuesto mi atención estaba totalmente puesta en el revuelo del vagón y el libro que tenía abierto en las manos era solo una excusa para no tener que mirar a nadie, seguramente muchos estaban haciendo lo mismo, fingiendo no estar escuchando lo que estaba pasando. En la estación de Belgrano se bajó mucha gente y ya había espacio. No estaba la agresora y todo volvió a esa normalidad amarga de los días que vivo. Entonces tenía espacio y tiempo para pensar lo que había pasado. No era la primera vez que sentía las ganas de responderle a una persona que estuviera siendo injusta, pero como en todas las otras veces, de mi boca no había salido una sola palabra. Siempre he admirado a esas personas. A esos que se sienten indignados y usan su voz. No se callan, no tienen miedo de enfrentar a otros para defender los derechos de los demás, porque ser justos es un deber con la sociedad, con la historia de la humanidad y con nuestro legado familiar. No es el simple hecho de pelear por armar el bonche. Es la necesidad de defender a quienes lo merecen y no tienen las herramientas suficientes para hacerlo por ellos mismo. Son esos que gritan en los buses para que alguien le dé un asiento a la señora embarazada o al viejito mientras otros se hacen los dormidos para no ceder el puesto. Esos que ayudan a alguien con cuatro bolsas que no puede acomodarse bien en los asientos del subterráneo. A esos que se unen a la pelea cuando alguien intenta colarse en la fila del banco. Uno de los que le gritaba a la discriminadora, estaba justo en frente mío. Tan cerca que casi podía leer el libro que él estaba leyendo. Se enfureció mucho, se notaba. Era un argentino que demostraba la vergüenza que sentía por una de sus paisanas que estaba lanzando frases tan estúpidas como despreciables. Era ridículo exponer el estereotipo construido mediáticamente a partir de casos aislados de malas acciones de extranjeros en Argentina. Yo no podía dejar de mirarlo y de desear para mí, ese carácter para reclamar lo justo. ¿Para qué nos la pasamos estudiando toda la vida si en el momento en que podemos usar todas esas reflexiones académicas para hacer algo bueno en la sociedad, por pequeño que nos parezca, no aparece la entereza para hacer sentir nuestra posición? No es suficiente saberlo, es igual o más importante hacer algo al respecto. Yo no lo hago y estoy buscando la forma de empezar a usar mi voz en pro del bienestar de los demás cuando pueda y sea necesario. También me llevaba a pensar en otra cosa. Eso de la supuesta prepotencia de los argentinos. Llevo viviendo en Buenos Aires casi dos años y muchos de los amigos con los que hablaba me hacían la misma pregunta: ¿los argentinos son muy prepotentes? La respuesta por supuesto era la misma: “No, eso es pura mierda”. Desde que estoy aquí me he encontrado gente maravillosa. Personas que me han ayudado hasta el cansancio a estar cada vez mejor. Se me ocurren muchos nombres. Valeria que ha sido una maravillosa alentadora de todos mis deseos, Marcelo que con el paso del tiempo se ha vuelto un apoyo incondicional, Florencia que no pierde la oportunidad para decirme que me quede, Gimena que es una mujer estupenda y siempre ha tenido palabras de aliento para mí. Son muchas las que incluso me dicen, “ojalá vinieran más extranjeros, aquí tenemos espacio para todos.” Por supuesto no se puede desconocer a todas las personas que tienen sus restricciones al respecto a partir de los que vienen a robar, a traficar drogas, a matar, pero aun así, entienden que son casos aleatorios. Siempre han sido amables y cálidos conmigo. La discriminación es producto de la ignorancia. Ese concepto es tan gastado, que ha perdido fuerza en su aspecto significante, pero no deja de ser real. Son las personas que no entienden que todos somos humanos, iguales y valiosos los que se dan a la tarea de echarle la culpa al mundo por su propia miseria. Para eso es que en la escuela nos dicen que leamos, para entender la condición humana. ¿Prepotentes los argentinos?  Y entonces… ¿qué somos los colombianos? Es agotador discutir cosas estúpidas con personas estúpidas. De nada sirve que usted me haga creer que Colombia es el mejor país del mundo si usted no me parece la mejor persona del mundo. O que en Argentina se juega el mejor fútbol del mundo si nunca he visto un partido completo. Es muy cansador escuchar a los colombianos que se quejan en Buenos Aires. Que si las servilletas, que si la gente, que si el clima, que se los restaurantes, que si la impuntualidad, que si se demoran en atenderlo en la clínica, que si la entrada al concierto de MileyCyrus está muy cara. Que si todo, que si nada, que si… que si… que  si… ¿Por qué no se devuelve? Nadie lo está encadenando a Argentina. Si le parece que Colombia es mejor, entonces tome un vuelo de regreso al país más feliz del mundo que seguramente lo estará esperando con las puertas abiertas. Por mi parte, y por la parte de amigos colombianos que están aquí, estamos felices por el trato, por las oportunidades y por tener la posibilidad de encontrar gente que nos enseña con el ejemplo, la valentía, amabilidad, cordialidad, fuerza, alegría, personalidad que seguramente también encontraría en París, o en Milán, o en Nueva York, o en Bucaramanga, o en Bogotá, o en Tokio, o en Trípoli que todos somos merecedores de un respeto absoluto. Argentina Por cierto, una de las cosas que decía el libro de Oscar Wilde, es que debemos conservar el amor y la felicidad para que el mundo sea algo bueno, de lo contrario, la amargura solo nos cegará y llenará de oscuridad todo lo bonito que no podemos apreciar por nuestras propias sombras. El libro se llama De profundis.
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