Nunca he podido con el transporte de comida en recipientes de plástico de mi casa a la oficina. En serio, prefiero aguantar hambre o comerme lo primero que encuentre en puesticos de chicles, empanadas y sándwiches de jamones de dudosa procedencia, donde solo me gasto dos mil cagados pesos. En serio. Nunca he podido con eso de que el almuerzo laboral sea la actividad, evento, momento más deseado por los diferentes esclavos del sistema. Quizás nunca he encontrado felicidad en esta actividad durante mi carrera –si es que a sentarse frente a un computador y hacer rico a otro cabrón se le puede decir carrera– porque la verdad nunca me ha alcanzado para pagar diariamente un almuerzo decente y sabroso todos los días. Un almuerzo de $30.000 que me deje contento. Prefiero gastarme esa plata en ropa por internet, zapatos Adidas Originals de ediciones de lujo, gadgets, trago, drogas y rock ‘n’ roll.
Nunca he podido con la felicidad que les entra a los diferentes compañeros de trabajo que he tenido cuando son las doce del medio día y las tripas les empiezan a sonar. Nunca he soportado toda la logística que hacen, las miradas de complacencia cuando llegan al consenso del lugar elegido, las sonrisas de gusto cuando imaginan con qué se van a atragantar, las dinámicas que elaboran porque van a conocer un nuevo lugar o porque van a intercambiar la comida que sus padres, compañeros, amigos o parejas les han preparado. Comida empacada en recipientes plásticos marca Tupperware que tienen en sus bolsos de diseñador, morrales Jansport y maletines Totto desde muy temprano, o que dejan cada mañana en la nevera de la oficina, y que al medio día destapan con placer y ponen a calentar en el cochino horno microondas. Nunca he querido lidiar con las historias que planean, las charlas que elaboran, los aplausos que emiten, la alegría efervescente que emanan cual viles secretarias y recepcionistas solo porque van a “jartar”. En serio. Nunca he soportado que actúen de esta manera por ir a comer en grupo, por el simple hecho de que van a olvidar que la mayoría tiene vidas insipientes, un trabajo de mierda y que por fin ha llegado esa hora donde olvidan lo pequeños que son. Nunca he querido ser de esa gente que para almorzar elabora previamente, desde tempranas horas de la mañana, todo un meticuloso plan. Me parece denigrante, insulso, ordinario y hasta irracional hacer tanta alharaca porque vas a compartir comida.
Desde el 2010 cuando entré al malnacido ámbito laboral no he podido adaptarme muy bien. No he podido a acostumbrarme a madrugar, sentarme frente a una pantalla, pedir permisos, que no haya una zona de relajación o un espacio donde te puedas acostar, que sea una falta grave que en ciertas horas no estés en tu puesto y que el maldito almuerzo se haya convertido en una excusa –aunque muchos no lo sepan o no la admitan– para volver a ser feliz. Aclaro que cuando digo que no he podido acostumbrarme es algo mental. Porque como todos los demás desgraciados que no nacimos en cuna de oro o que no nos dejaron una herencia, acato órdenes y horarios, cumplo con todo lo que se me pide y me imponen las diferentes empresas en las que he trabajado. Pero en el fondo sé que simplemente algo en mí murió y no volví a ser el mismo. No volví a ser ese tipo que se levantaba feliz y que vivía tranquilo. Ese tipo cuya mayor preocupación era buscar la fiesta o el parche del viernes. Quizás es porque siempre he sido un perezoso, buena vida, que creyó que lo iban a mantener hasta pasados los cuarenta.
Durante un tiempo odié a mis papás por no prepararme para este mundo tedioso, agotador, vertiginoso, pendenciero, desgastante, monótono, rutinario, lameculos y decadente. Les reclamé porqué no me avisaron que la gente se volvía tan idiota y que para la mayoría el almuerzo era ese momento de distensión y desconexión de sus patéticas o exitosas existencias –dependiendo del desgraciado– donde además querían que tú les ayudaras a lidiar con sus problemas y/o con su éxito. Durante dos años trabajé en una de las mejores –no tan conocidas– revistas del país. Durante dos años me estuve comiendo un almuerzo industrial que en el mercado costaba $8.000 pero que a los empleados de bajo rango nos quedaba a $500. Durante los primeros meses lo disfruté. El ahorro era increíble. Luego comencé a odiarlo porque, primero, por más papa, arroz, sopa, carne, ensalada, pollo, fríjoles, lentejas, postre y plátano que nos dieran, todo sabía a mierda. Segundo, los idiotas del equipo editorial que tenían más experiencia, a los que les pagaban mucho mejor que a mí, comenzaban a contarme que se iban de viaje a Miami, Nueva York, Barcelona, México o Sídney. Me comentaban emocionados lo bien que la habían pasado el fin de semana y me narraban sus planes a futuro y todo lo que pensaban comprar. Así que un día simplemente le dije a otros dos que estaban por debajo de mí, que no volviéramos a almorzar con esa gente exitosa. Los dos desgraciados me hicieron saber que tampoco los soportaban y fue así como comenzamos a idear elaborados planes para escaparnos de aquellos que no veían la hora del almuerzo para restregarnos en la cara que sus vidas iban a las mil maravillas.
Con el tiempo los tres envidiosos nos volvimos una especia de autómatas. A las doce se paraba el que trabajaba a mi izquierda. A las doce y cinco me paraba yo, cinco minutos después se paraba mi mejor amiga y nos íbamos a almorzar en silencio, en tranquilidad, sin contarnos estupideces y sin siquiera hablar más de un minuto sobre la comida. A veces alguno comentaba una que otra cosa negativa del trabajo. En otras ocasiones rajábamos de la comida y pare de contar.
Durante meses esta dinámica de almuerzo me funcionó, aunque en el fondo seguía amargado. Luego, en un giro inesperado del destino, me cambié de organización y me mandaron a trabajar en la casa. Aquí todo fue una maravilla. Durante semanas no tuve que lidiar con más seres humanos. Comía solo, me preparaba lo que se me diera la gana, y cuando aceptaba que fuera algún amigo a visitarme, la norma era que él tenía que cocinar. Fueron las mejores semanas de mi vida. No tenía que oír la música de otro ridículo. No tenía que reírme de los chistes de un montón de gente que de repente llega a tu vida. Podía rascarme las guevas con tranquilidad mientras trabajaba. Me sacaba mocos de manera relajada. Mandaba mis e-mails y a veces hasta trabajaba más. Éramos yo –el burro por delante– mi iMac, mis sándwiches de salchicha, mis pastas de atún con salsa rosada, mi siesta de media hora y mi trabajo fue más productivo.
Hace unos días volví a trabajar en una oficina…
De nuevo la angustia me invade y me siento más miserable que de costumbre. Es que nunca he podido encontrar en Bogotá un grupo de compañeros que sean igual de ásperos a los del colegio o como algunos de la universidad. No sé si son los rolos, el universo o yo. Unos eran muy humildes, otros eran muy alternos, otros eran muy viejos y pirobos, otros eran muy niños y ridículos…
Nunca he podido acostumbrarme a que algunos tengan más plata que yo y sí puedan pagar un almuerzo decente todos los días de cualquier restaurante de la T o la 93. Nunca he podido con que en el trabajo solo tengas cierto tiempo determinado para relajarte y que no hayan camas para acostarse. Nunca he podido con que deba bañarme temprano y deba escuchar a otro montón de gente en reuniones. Nunca he podido con que deba cumplir tiempos, entregas y órdenes... Pero necesito pagar el arriendo, darme mis gustos…, y volver a mi casa en Cali sería un desastre, perdería la poca independencia que me queda cuando salgo del trabajo y cuando llega el fin de semana y solo quiero escapar. Por ahora tocará esperar. Tener la cabeza fría y aguantar. Tengo 27 años, me quedan 48 meses para progresar y llegar a los 30. Si pasado el tercer piso, me sigo sintiendo igual, tocará buscar otras opciones, me iré a descansar. Quizás me vaya a la casa de mi mamá o a la de mi papá y me eche a dormir. De pronto monte un puesto de perros o en el peor de los casos, me ponga a traquetear.
@dani_matamoros
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