Mi vagina rota
Montevideo
1987
Primero llegó Alf quien, mientras seguía una señal de radio amateur, estrelló su nave en el garaje de una casa en los suburbios de Los Ángeles. El papá de mi amiga Carina viajaba a Estados Unidos por negocios constantemente y cada vez que volvía traía dos maletas cargadas de chocolates, chicles, dulces y juguetes. Una vez le trajo un Alf a Carina y otro a su hermana. Carina y yo nos robábamos el Alf de su hermana y nos escondíamos en el ático con la puerta trancada. Usando su Alf como ejemplo, me enseñó a restregar la entrepierna contra la cola parada del muñeco. Me estaba enseñando a masturbarme. Cuando volví a casa entendí lo que acababa de aprender y me sentí tan culpable como me hubiera sentido si me hubiera encontrado una billetera y me hubiera quedado con el dinero. Le pregunté a mi mamá cuáles eran los pecados capitales y ya no me sentí tan culpable.
Muy pronto comencé a masturbarme con un canguro que mi viejo me había traído de Australia. Comencé a desvestirme y terminé quitándome los calzones. Después de un tiempo ya no encontré excusas para justificar lo mucho que lavaba al canguro, lo metí en una bolsa de plástico negra y lo boté por la ventana del carro de mi abuela mientras ella no prestaba atención. Mi abuela manejaba un Volkswagen escarabajo celeste modelo setenta y algo con el que corría creando nubes de polvo por las calles empedradas de Carrasco, Montevideo. Después usé a un Pastor alemán al que también asfixié en una bolsa de plástico. Después de los animales de peluche evolucioné a las almohadas.
Mientras revolvía el clóset de su papá, Carina se había encontrado una tula de cuero negro llena de revistas porno. Vi cosas que no me hubiera imaginado que fueran posibles. Descubrí el sexo oral y cuando le pregunté a mi vieja si lo hacía con mi viejo, lo negó. Me sentía culpable, la culpa me pesaba como una cruz sobre la espalda. Entonces agarré las páginas que más me excitaban, las apreté entre dos puños, las metí en los bolsillos de la falda del colegio y al día siguiente las enterré y pisé el entierro jurando jamás volver a mirar algo similar.
Les enseñé a Carina y a su hermana cómo hacerle el amor a una almohada y empezamos a hacerlo todas juntas muy seguido, cada vez que nos quedábamos solas en el ático. Nos imaginábamos que éramos esposas y que al final de cada día volvíamos cada una a su casa a hacerle el amor a nuestro respectivo esposo. Carina había sido abusada sexualmente por un tío de ella no mucho mayor que nosotras. En ese entonces ella pensaba que lo que pasaba entre ellos estaba bien y lo trataba como si fuera su novio secreto. Era cursi e insoportable y andaba inflada de excitación como un globo a punto de estallarse. Perpetuamente arrecha. A su alrededor todo se sentía como pegachento. Todo rojo e hinchado, húmedo y aceitoso. Andaba enferma de ganas, insatisfecha. Descubrió el placer que podía proporcionarle su cuerpo demasiado temprano. Era como si tuviera un súper poder que no podía controlar. Dos, cuatro manos no eran suficientes. Una, dos lenguas no eran lo suficientemente largas, no había suficiente saliva para saciar el hambre que llevaba entre las piernas. Exudaba ganas de más y era contagiosa.
Por la noche, muy tarde, cuando ya todas las luces de mi casa estaban apagadas, comencé a masturbarme contra mi colchón. Restregaba la entrepierna contra el borde, con una rodilla sobre el colchón y la otra en el piso. Todas las veces que lo hice me restregaba hasta venirme. Cuando terminaba volvía a ponerme la pijama y olía el lugar del colchón donde me había restregado. No empecé a usar los dedos hasta mucho tiempo después, tardé años en amaestrar mi clítoris. Pero antes de eso me rompí.
Esa tarde estaba con Carina y su hermana. Jugábamos a la lleva en un parque detrás de mi casa. Yo tenía diez u once años, quizá menos, y corría mientras Carina me perseguía con las manos extendidas hacia adelante. Me subí a una jaula de monos, trepé por encima, di media vuelta y salté al piso de espaldas sin revisar dónde iba a aterrizar.
Ese domingo mi vida entera cambió en el segundo en que mis pies tocaron el suelo. Todo lo que había estado esperando desapareció, todo lo que se suponía debía pasar y todo lo que yo debía ser. Caí sobre un banco con las piernas abiertas. Una vara de metal que adornaba el respaldo del banco entró por mi vagina como un pene erecto, como los penes que había visto en las revistas porno. No pude controlarme y me oriné, pero no era orina lo que bajó por mis piernas. Empecé a llorar del dolor, me costó trabajo moverme pero caminé hacia mi casa con Carina y su hermana detrás y subí las escaleras buscando a mi mamá. Ella me quitó los pantalones y los calzones, me acosté bocarriba en la cama mientras mi mamá y la mamá de Carina me examinaban la vagina tratando de ver de dónde salía la sangre. Decidieron llamar a mi tío, el pediatra, quien le dijo a mi papá que me llevaran al hospital y él nos encontraría allá. Una vez me revisó, la decisión fue esperar a otro doctor, un amigo de él que estaba de vacaciones en Punta del Este, a casi tres horas por carretera, para que viniera a arreglar mi vagina rota. Afuera ya estaba oscuro cuando llegó este minidoctor pelirrojo envuelto en una bata blanca, almidonada y cuidadosamente planchada. Ambos médicos decidieron ponerme unos puntos con anestesia local. Acto seguido, me acostaron bocarriba en una camilla. Mi mamá casi estaba acostada encima de mi pecho, inmovilizándome un brazo con su cuerpo. Una enfermera me agarraba el otro brazo y dos enfermeras más sostenían vigorosamente cada una de mis rodillas, abriendo mis piernas para darle paso al minidoctor pelirrojo que se acercó a mi vagina con una jeringa enorme en las manos. Grité y grité y grité y grité tratando de soltarme de la fuerza paralizadora de estas cuatro mujeres. Como no dejaba de moverme, decidieron no ponerme la inyección y en lugar de eso me echaron anestesia con un spray. Después cosieron mi vagina rota. Sentía cada vez que la aguja apuñalaba mi carne y jalaba el hilo quirúrgico para salir por el otro lado. Sentí absolutamente todo lo que me hicieron, sentí que pasaron horas de tortura y seguí gritando como un cerdo en un matadero. Después me desperté en una cama del hospital y tenía que orinar.
No suficientemente rota, mi vagina volvió a romperse.
Pasaron unos años en que me sentía gris, nublada, poco clara y dolorosa. Meses y años separados por líneas débiles No pertenecía, andaba incómoda, no quería ser. Me burlaba del niño flaquito y anémico del salón y de la italiana que acababa de llegar a Uruguay porque su papá se había muerto. Me alimentaba de la atención que recibía y las carcajadas que generaba en todos los demás niños. Además era una de las más lindas del grupo de las populares, era una atleta, jugaba hockey sobre césped y handball. Imitaba “Don’t Go Breaking my Heart” de Elton John y mis amigos se juntaban alrededor de mí, aplaudiendo. A los ojos de todos yo brillaba, pero escondía un secreto. Pasados unos tres años, me había dado cuenta de que algo andaba mal con mi vagina y le pedí a mi mamá que me mostrara la suya. Estaba envuelta en una toalla blanca, acababa de bañarse y se secaba el pelo con el secador, parada frente al espejo. Apagó el secador y lo puso sobre el mármol.
—¿Por qué la quieres ver?
—Quiero ver tu vagina porque quiero saber si la mía es normal.
—¿Qué le pasa a tu vagina?
De pronto su expresión ya no parecía tan calmada como hacía un minuto.
—No sé.
No sabía.
Mi mamá se sentó sobre el borde de la bañera y extendió los brazos hacia mí, llamándome para que me acercara. Pero yo me quedé donde estaba.
—Muñequita, ¿qué pasa?
—No sé —dije empezando a perder la paciencia—. ¿Puedo ver la tuya?
—Pues, claro... puedes... pero, dime, ¿por qué estás dudando de que la tuya sea normal?
—Porque la mayor parte del tiempo es muy incómodo.
—¿Por qué, qué sientes?
—No sé, es como si hubiera piel de más y a veces duele.
—¿Puedo ver?
—¡No! —dije casi gritando y di dos pasos hacia atrás.
—Tranquila, muñequita, no tienes que hacer nada que no quieras hacer. Yo te muestro la mía. Entra, cierra la puerta que no queremos que entre tu hermano.
Cerré la puerta y apoyé la espalda contra ella, sin acercarme a mi mamá. Su vagina se veía normal y empecé a llorar. Mi mamá cerró las piernas y extendió los brazos mientras me llamaba pero yo me quedé quieta y seguí llorando.
—Bebita, ¿por qué lloras?
No hablé.
Vi a un ginecólogo y supe que había hecho cicatrización queloide. El doctor dijo que debía remover el exceso de piel porque mi vagina debía ser tan perfecta como mi cara y tuve otra cirugía. Otro cirujano pelirrojo, pero este era un gigante cuya cabeza quedaba por encima de todas las enfermeras y los doctores, y accedió a darme anestesia total. Me desperté para recibir pésimas noticias, tendría que volver para que me quitaran los puntos porque no me pusieron de los que se caen solos. Cuando volví al hospital a ver al ginecólogo, empecé a moverme y a llorar y no lo dejé terminar. El doctor perdió la paciencia y me regañó.
—¡Yo no pierdo más el tiempo acá! Y vos, cuando madurés volvé, pero no te demorés, ¿me escuchaste? Si te demorás, ese punto que no me dejaste sacar se va a infectar, la piel le va a empezar a crecer arriba y vas a tener que volver a otra cirugía.
Dio media vuelta y salió dando un portazo. Yo seguí llorando, me bajé de la mesa, me vestí y salí hacia el auto donde me esperaba mi viejo, fumándose un cigarro cubano con solo su ventana abierta.
— ¿Qué pasó? —dijo.
—No lo dejé terminar...
—¿No lo dejaste terminar? ¡¿Cómo que no lo dejaste terminar?!
—No dejé que me quitara todos los puntos.
—¿Por qué no?
—¡No pude!
—¡¿Cómo que no pudiste?!
—¡No pude dejarlo terminar! —grité.
—Estás actuando como una nena, ya no sos una nena. Quiero que te calmes y volvás allá adentro para que te saquen todos lo puntos.
—No puedo... no puedo.
Mi viejo encendió el motor y manejó hasta la casa sin decir una palabra. Unas semanas después el punto desapareció. Inexplicablemente, una mañana ya no estaba. Yo tenía quince años y había besado muchas bocas en una carrera por besar cien bocas antes de los veinte. De todos esos besos solo me arrepentí del beso de Hugo, que fue asqueroso porque daba besos como un pescado. Pobre Hugo. La mayoría de las personas besan bien, así que cuando cumplí veinte años ya había besado más de ciento veinte bocas y seguía contando. Me volví una besadora en serie, una besahólica. Nunca recibía quejas, me convertí en una experta y se me olvidó que también se podía follar. Dejé que mi novio me tocara las tetas, y nos revolcamos en la alfombra de la sala de mi casa sin quitarnos la ropa. Después de esa relación seguí con mis sesiones de besos que se volvieron cada vez más intensas y los hombres empezaron a quejarse de dolor en las pelotas.
—Si me dejas metértelo me deja de doler.
No concebía follar porque en mi cabeza mi vagina estaba rota y no podía ser penetrada. La penetración se volvió algo que yo no podía hacer, y no lo hacía. Ya casi todos mis amigos habían perdido la virginidad y me inventé que estaba esperando a enamorarme, pero a mis casi veintidós años no me había enamorado, me aburrí de esperar y decidí resolver al asunto. Me acosté con el amigo del amigo de un amigo, alguien a quien no iba a volver a ver en la vida.—¿Ya entró? —pregunté.
—Sí, te entró hace rato... ¿no la sientes?
—Sí la siento, solo que no sabía si ya la habías metido toda.
—Huy, sí, ya te la metí toda, ¿te gusta?
Podía sentirlo deslizándose adentro y afuera de mí. No me dolió y tampoco sentí placer. Por el contrario, él parecía estar pasándola increíble encima mío. Sus suspiros empezaron a desesperarme y comencé a pensar en cerdos, no me soportaba al personaje. El ruido que hizo cuando se vino me sonó patético, sonó débil, frágil. No podía esperar a que me dejara sola para ponerme a pensar en lo mojada que estaba. Él sacó el pene blandito de adentro mío y lo sostuvo con una mano mientras buscaba algo en el colchón.
—No sangraste —dijo.
—¿No?
—No. ¿Por qué dijiste que eras virgen?
—Porque era virgen.
—Entonces, ¿por qué no sangraste?
—No todo el mundo sangra la primera vez. Este imbécil...
—Las mujeres sangran la primera vez. Si no sangra, no era virgen.
Me puse los calzones y me quedé dentro de las cobijas mientras él se vestía.
—¿Te voy a volver a ver? —preguntó.
—No.
—¿No me vas a dar tu teléfono?
—Estaba esperando que no me lo pidieras.
—No te creo. No te creo que fueras virgen.
—Me importa un culo. Mira, no olvides el sombrero.
—¿Me estás echando?
—Sí, chao.
—Tú eres rara...
—¿Porque no me interesas?
—Hace un rato sí te interesaba —rio.
—Hace un rato ya no quería ser virgen…
No le volví a ver el pene y no lo extrañé.
Constantemente me preguntaba qué sentiría la gente en la calle, caminando por ahí después de haber follado. Me imaginaba el sexo como un tesoro que la gente llevaba en secreto, fuente de felicidad y emoción. Qué desilusión, habiendo follado yo, todo se sentía igual que antes. Después de haber fantaseado con follar durante ocho años resultó ser aburrido y mediocre. Nada extraordinario. No le encontré el misterio ni me pareció mágico, en lo absoluto.
@Virginia_Mayer
Un capítulo de Polaroids
Dom, 21/04/2013 - 05:20
Mi vagina rota
Montevideo
1987
Primero llegó Alf quien, mientras seguía una señal de radio amateur, estrelló su nave en el garaje de una casa en los suburbios de Los Áng
Montevideo
1987
Primero llegó Alf quien, mientras seguía una señal de radio amateur, estrelló su nave en el garaje de una casa en los suburbios de Los Áng