Escrito por Sandro Romero Rey
Manuscrito hallado en una botella (¿de fernet?)
De su casa al teatro, del Parque Lezama al viejo Palermo, de las avenidas de Consti a las esquinas galantes de la calle French, Charly García recorre la capital argentina en una combi con los vidrios polarizados. Al interior, un televisor reproduce las imágenes de
2001: odisea del espacio de Stanley Kubrick, una de sus películas imprescindibles. Tanto, que el ojo de HAL, el computador encargado de controlar las funciones y las emociones de la nave espacial en el film, está sobre la boca del escenario del Gran Rex en una pantalla gigante, mirando a los espectadores. Sí. HAL parece no sólo vigilar al público de las nueve noches de los conciertos de octubre/noviembre de 2011, sino que su energía condiciona cada uno de los pasos en la resurrección triunfal de Su Santidad. Cuando el cronista de esta líneas le informó a sus allegados que estaría en Buenos Aires como mudo testigo de los tres conciertos
(“La vanguardia es así”, “Detrás de las paredes” y “El ángel vigía”, según los títulos referenciales que tenía cada una de las veladas), se despertaba entre sus interlocutores una mezcla de morbo y sentimiento criminal. “¿Pero Charly todavía canta?”, le preguntaban, como si se tratase de un torero muerto. “Más que nunca”, respondía crípticamente el cronista, para no tener que dar las explicaciones que no tenía tiempo de inventar.
El cronista estaba más que informado. El cronista era amigo-del-alma del baterista Fernando Samalea, compañero de Charly desde las gloriosas gestas de 1985, cuando Calamaro grabó
Vida cruel y García se llevó a sus jóvenes músicos como enfermeros, ligas e indeseables. El mundo había dado muchas vueltas y Samalea estaba ahora de regreso, ya no como baterista, sino como bandoneonista, vibrafonista y golpeador de maniquíes amplificados. “Vos ya estás para que toqués maniquíes”, le había dicho Charly. “Pero no dos maniquíes. Vas a tocar uno y medio”. Y así sucedió. Samalea no sólo interpreta el bandoneón, como lo hace desde hace muchos años, no sólo percute las placas metálicas de un vibráfono en oleadas neoyorkinas, sino que golpea sin clemencia dos maniquíes blancos que retumban por todo el Gran Rex como si fuera el eco del látigo del Marqués de Sade. Sí. Samalea era fuente de primerísima mano en la coronación imperial de Charly García, en la confirmación de su título de
gran rex del rocanrol latinoamericano. Cumplidos sus sesenta años, luego de haberlo vivido todo, de haberlo compuesto todo, de ser el Mr. Hyde de Mercedes Sosa y el brujo de Seru Giran, de ser el arcángel de la rebelión juvenil con Sui Generis, de ser el fogonero de La máquina de hacer pájaros, de ser el paradigma del mal y el sobreviviente de un vuelo de nueve pisos en un hotel de Mendoza, Carlos Alberto García estaba listo ahora para la levitación. Tras tocar fondo en su búsqueda incesante por romper la ley de la gravedad, recurriendo a la fascinante vía de la destrucción, luego de pasar un período de remasterización espiritual en la quinta de Palito Ortega, donde vio correr a los topos y aprendió a cantar debajo del agua, el artista llamado Charly decidió inventarse tres conciertos, cada uno con veinte canciones distintas, en tres noches diferentes (27, 29 de octubre y 1 de noviembre), en el Rex, su antigua morada, castillo de sus Cárpatos. La boletería se vendió en segundos y hubo de organizar una segunda serie (4, 8 y 11 de noviembre). Luego, ante los gritos de los fanáticos que consideraban que una sala de 2500 sillas se le quedaba demasiado pequeña, organizó una tercera tanda en el mes de diciembre. Igual, los fieles dragoneantes del ejército SayNoMore allí se hicieron presentes, no importaba que Charly fuera ahora como un viejo sabio venerable que ya no incendiaba los pianos ni se cortaba las venas con sus vasos de absenta, sino que ahora parecía un genial dinosaurio de patas rojas, reptando por el escenario con un
blower de la Tercera Guerra Mundial.
Sí. La ceremonia de los sesenta años de Charly García era un acontecimiento memorable al cual todos le temían. Uno de los biógrafos del maestro, el periodista Sergio Marchi, sospechaba lo peor y se disfrazó de fanático escéptico para ser testigo de la última escena de Casandra Lange. Pero le tocó tragarse sus premoniciones, porque salió fascinado de la serie, como todos y cada uno de los testigos de las jornadas prodigiosas del Rex. El cronista de estas líneas, al contrario, estaba seguro de que iba a vivir un acontecimiento único en su vida. Charly García nunca lo había defraudado. Ni siquiera en los momentos en los que podía haberlo defraudado. Es decir, en las noches babilónicas de Bogotá, cuando se presentaba con maxifalda y la cara pintada de verde, acompañado de Mercedes Sosa vestida de madre de mayo. Mucho menos en su concierto en la Plaza de Toros de la Santamaría, cuando agarró a patadas a su asistente vestido de
tuxedo, mientras gritaba: “¡Cocalombia!” y esnifaba drogas inventadas encima de su piano sin cola. No, el cronista siempre encontraba en García algún soplo, algún destello, todo en él era una actitud de hereje venerable, así se pintara las uñas de negro y se arrancara los dientes (“demasiados”, decía) con un alicate oxidado. Cuando supo la noticia de los conciertos de Charly, el cronista atravesaba por una de sus crisis de hipocondría enfermiza. Sin embargo, ante la carta obligatoria de Samalea (“abandonalo todo y te venís a Buenos Aires
ipso facto.”), el cronista multiplicó sus dosis de barbitúricos y levó anclas hacia el sur del continente. Una confesión: el cronista
nunca había pisado suelo bonaerense. Amaba a la Argentina y a los argentinos por encima de muchas cosas, pero había aplazado y aplazado el viaje porque siempre había una disculpa para cancelar un vuelo. Pero esta vez ya no tenía ningún pretexto. Se echó su cajita de Xanax en el bolsillo de la camisa y soportó las peores tormentas aéreas hasta que cayó en un vuelo sin tren de aterrizaje en las blancas líneas de Ezeiza.
Sobre héroes y rumbas
Apagón. Aullidos inmarcesibles. El ojo de HAL en el proscenio, colgado del aire. Al fondo, otra pantalla. Un video clip con la historia de Charly García. Carátulas, fragmentos de sus himnos, pequeñas anécdotas sobre las instituciones del rock. De repente, oscuridad, nuevos aullidos y splash, la luz, la hermosa luz de los escenarios, perfectamente dispuesta, para dar paso a los diez delincuentes, con gabardinas habanas, acompañantes de la figura impensable de Charly García, modelo 2011. El cronista los enumeró de memoria: Carlos González al bajo, Kiuge Hayashida en la guitarra, Toño Silva en la batería: los fieles chilenos (bautizados por García como “Los mineros” o, mejor, como los “Red Hot Chilean Peppers”). Con ellos, Christian Brebes en el violín, Julián Gandara en el chelo. La divina Rosario Ortega en las voces, Alejandro Terán en la viola. Y, por supuesto, los clásicos acompañantes del García de los ochenta: el Negro García López en la guitarra, el Zorrito Von Quintiero en los teclados y Fernando Samalea, cada vez más parecido a Willy Deville, en los multinstrumentos citados. “Cerca de la revolución” abría la primera serie. “¿Por qué no vienes hasta mí, por qué no puedo amarte?” Tutun, tututun, tutun. Los que se la saben la azotan en su cerebelo. Tremenda canción compuesta especialmente para comenzar conciertos. Y la ovación no da tregua porque García y los suyos arremeten con “Rock & Roll Yo”, que parece extraída de la tumba de Jimi Hendrix en Renton. La ovación hace al ladrón. García las calcula con precisión de ajedrecista. El asunto siguió con “Anhedonia”, esa enfermedad que parece inventada y que significa la incapacidad total para experimentar placer. El tema, ah, sonó con el mismo prolongado misterio con que Samalea la acompaña en su álbum en vivo. Acto seguido, “No importa”, del ya mítico CD titulado
Kill Gil, que contó con la producción del ex manager de los Rolling Stones, Andrew Loog Oldham. La canción parece robada al John Lennon de
Walls and Bridges. Pero no hay tiempo. García ataca con los “Dinosaurios”, himno político y paleontológico que no tiene pierde. Después, el Gran Rex trepidó y se levantó de sus cimientos con “No toquen”, una de las canciones perfectas para hacer estallar el cuerno de los unicornios. Y, cerrando el bloque, las “Confesiones de invierno”, con el vampiro al centro de la escena, gafas negras, frente a su teclado de juguete. El público la corea como si fuera una nana para el bebé de Rosemary.
“Fin de la primera parte”, anuncia Charly, que se va para su camerino de la lateral derecha, el mismo camerino de toda la vida, lejos del mundanal ruido, con su nombre fotocopiado en la puerta amarilla. Mientras tanto, en la pantalla posterior del escenario, imágenes de
Un perro andaluz de don Luis Buñuel, con textos del poeta García Lange. Regreso de la bandilla salvaje, ahora sin los sobretodos. Y un cohete, un escupitajo a la velocidad de la luz atravesó el salón con “Nos siguen pegando abajo”,
aka, “Pecado mortal”, que no tiene pierde, uno de los himnos incuestionables del García de la década prodigiosa. Luego el
medley compuesto por “Tango en segunda/el amor espera”, de una pieza compuesta en un taxi al festín de la juguetería. Más adelante, otro himno, esta vez de Serú Giran, la divinísima “Viernes 3 am”, que al cronista le ha estrujado la cabeza tantas veces. Y más Seru Giran: “La grasa de las capitales” junto a “Me siento mucho mejor” de los Byrds, otra de esas canciones en inglés que García ha reinventado. ¡Seguíle, che! Aférrense, muchachos, porque aquí el orden de los factores alteró totalmente el producto, el artista pateó el programa y decidió seguir con “Tu vicio”, que en Bogotá el cronista oyó por primera vez en el estadio El Campín y se convirtió en comadreja. Acto seguido, saltó a la palestra… Juanse, alma de
Los ratones paranoicos y su guitarra y “La sal no sala”. Juanse, convertido en un Mr. Bean del rocanrol se ajuicia bajo las órdenes del divino y hace la suya, sin mayores esfuerzos. Luego, resumiendo (¡pero cómo resumir la dicha!) pegadita, como en
La hija de la lágrima, la comercialísima “Chipi chipi” que a García le produce risitas y estertores. Y de ahí en adelante, ¡cójanse!: “Demoliendo hoteles”, la mejor canción del mundo y “No voy en tren”. Dos bises provocó el público y Charly, cómo no, empujó seis: “Desarma y sangra”, “Eiti Leda”, “Fanky” y el himno nacional argentino, la canción favorita de Cristina Kirchner. Una pausa después, la “Canción para mi muerte”, por si las moscas. Para cerrar, las “Instituciones”, en resumidísima confianza. El cronista supo de gentes que compraron no sólo boletas para un día, sino para las ocho sesiones restantes. Todavía queda guita en el Cono Sur.
Segunda y tercera fundación mítica de Buenos Aires
“A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / La juzgo tan eterna como el agua y el aire”, termina diciendo Jorge Luis en su poema. Y yo paso a la primera persona. El 8 de noviembre, desde tempranas horas de la tarde, fuíme al Teatro Grand Rex a curiosear la prueba de sonido de la continuación de la saga, titulada por su artífice
Detrás de las paredes, como reza la letra de “Rasguña las piedras”. Los músicos ensayaban sin prisa, desde las cinco de la tarde, sin la presencia del Sumo Sacerdote. A lo lejos, veía a Samalea ajustando los
pads de sus maniquíes, a las que les ha tomado tanto cariño, emulando a la princesita de Neuquén. Cuarenta y cinco minutos más tarde llegó García, con su malla escarlata. Levantó los brazos y saludó como si acabara de ganar la copa del mundo. Un repaso. Repitieron todas las canciones de la noche y me sentí feliz, en el inmenso Gran Rex vacío, sólo los técnicos y yo, concierto privadísimo. A las ocho de la noche, final del recorrido. A mi lado, los elegantes acomodadores del teatro me miraban de reojo y yo me ajustaba mi cintilla fosforescente en la muñeca que rezaba
All Access, para que no cupiera la menor duda. ¿Un artista invitado, pensarían? Es posible. Los dinosaurios pueden desaparecer. Acompañé a Samalea a su camerino y allí pasé, sin anestesia, al contraplano. Esa noche habría visita de los amigos de Orson Welles en
El proceso. A portarse bien. Cómo le gusta el cine a Charly García. De hecho, su vida es un gran guión que le encanta alimentar de tanto en tanto y lo salpica de Kurosawa, de Woody Allen, incluso de
The Day The Earth Stood Still, repitiendo una de las frases de los extraterrestres en su show. Charly se encerró en su camerino para maquillarse y yo me quedé solo, deambulando, como un bebé feliz en el útero del que no debería haber salido nunca. “Esta noche viene Aznar”, me susurró Samalea. Válgame Dios. Desde su concierto memorable en la Universidad Nacional de Colombia no veía en acción al inmenso Pedro Aznar. Era mejor tomar posiciones.
A las nueve de la noche, ocupé mi puesto. De nuevo, el apagón. De nuevo, la historia de García en la gran pantalla. Y ahora, siguen los temas: “Instituciones”, “Pasajera en trance”, “Rezo por vos”, “Yendo de la cama al living”, “Necesito tu amor”, “Hablando a tu corazón”, la “Influencia” de Todd Rundgren. Una mina bebía whisky de una botella. Un acomodador la señala con un rayo laser verde. La mina le muestra el dedo corazón. La vida sigue. Luego, el intermedio con “Un perro andaluz” de Buñuel/Dali. A estas alturas del partido ya era un homúnculo dominador del territorio. Amaba la Argentina para siempre y Charly García estaba poniendo la puntilla final a la cruz de mi dicha. Tras el respiro, siguió “Fantasy” y… llegó Pedro Aznar con su bajo y el teatro saludó como saludan los mahometanos en dirección a La Meca. “Canción de Alicia en el país de”, “Estoy verde” y, ayayay, ”No llores por mí Argentina”, te quiero cada día más. ¿Cómo resumo, señores, cómo me esfumo? Aznar se fue y yo ya había llorado cinco veces. Charly caminaba como un sonámbulo feliz, del piano de cola al centro del escenario, donde estaba su teclado imperdible. Siguió con “Cuchillos”, con “Inconsciente colectivo”, regresó Juanse para su “Sal no sala”, ovaciones, más adelante las “Promesas sobre el bidet”, “Perro andaluz”, “Rasguña las piedras”. Los bises, de nuevo “Desarma y sangra”, “Eiti Leda” y “Fanky”. Quizás dos más, no puedo más. Esa noche hubo rumba zanahoria en la zona social de la trasescena del Rex. Por ahí rondaba Maximiliano Vernazza, el hombre que más fotos le ha tomado a García en la vida. En algún momento, me pasaron una pipa y un mechero. Justo en el instante en el que Samalea me atrajo para tomarme una foto con SayNoMore y sus hombres de las cuerdas. Escondí como pude entre mis manos la prueba reina y sonreí a la cámara. “Si no me toman esta foto, nadie me va a creer”. Esa noche, Charly me contó un secreto que no voy a revelar. Soñé con la hija de un ingeniero.
Pero lo mejor estaba por venir. El último de la serie,
El ángel vigía (“El ángel vigía/descubre al ladrón / le corta las manos / le quita la voz…”), coincidía con el 11 11 11. Y serían las 11 y 11 cuando el concierto estuviera concluyendo. “Aquí nos tienen que dar las 11 y 11”, saludó García a su público, a las 9 y 5 de la noche cuando empezó la tanda. Esa noche, la jefe de prensa me anunció, preocupada: “no queda ni un puesto, Sandro. Te tocó ver el concierto desde la lateral. ¿Te molesta?” ¡Pero cómo me iba a molestar! Allí había querido estar desde el principio de los tiempos. Así que me acomodé como pude, al lado de Juanse, que se lo banca hasta la muerte. Y arrancó la nueva dicha: “Piano bar”, “Canción de 2 X 3” (con Samalea abriendo su bandoneón…), “I’m not in love” (“la toqué con Tony Sheridan”, recordó Charly García con orgullo), “Plateado sobre plateado”, “El día que apagaron la luz”. De repente, sentí un vientecillo de felicidad en los alrededores. Había llegado Fito Páez, de saco y corbata, con su hijo, su novia, muy tieso y muy majo, a la lateral. Se paró a mi lado a disfrutar la hazaña de García y lloró conmigo cuando el maestro se largó con su nueva “Deberías saber por qué”. El bloque terminó con “Nuevos trapos”, antes de la pausa conocida de Buñuel. La presencia de San Fito Páez a mi lado me llenó de éxtasis místico, “todo el mundo vive en éxtasis…”. Traté de decírselo al autor del
Circo beat, pero García no nos dio tiempo. Regresó, arrastrando las suelas de sus zapatos, con el pelo recogido en una colita galante. Se largó con sus “Popotitos”, con “Llorando en el espejo”, con “Vía muerta”, con mis “Raros peinados nuevos”. Luego, el estupendo “Rap del exilio” (sí, todas son estupendas) y, acto seguido, “Asesíname” que ya quisiera cualquier atolondrado componer. Luego Juanse y su sal que no sala y su azúcar que no endulza, para cerrar con la “Canción para mi muerte”.
Una pausilla. Páez respiró profundo, se acomodó sus bucles con una sacudida de su mano derecha y, con ustedes, Fito Páez, señores del Gran Rex. Brum! Ni para qué te cuento, limeña. “Desarma y sangra”. Acto seguido, “No se va a llamar mi amor”, con el rosarino en el piano de cola. Ovación más que cerrada. Fito regresó a mi lado, le di la mano, qué duda cabe y siguió la vida su curso. “¿Qué hora es?” preguntó Charly. Las diez y cuarenta y cinco, caballero. Tenemos tiempo. Siguió con “Eiti Leda”, para luego desaparecer. Los músicos, a las laterales. Allí, se vive un momento de suspenso. Nadie sabe qué va a pasar y hay que estar alerta. Los técnicos, los asistentes, las cuerdas y las percusiones. De repente, alguien dijo: “Cerca de la revolución”. Y a correr. Me acordé del comienzo del
Shine A Light de Scorsese, con el director enloquecido porque no se sabía el orden de las canciones. Aquí, había que encontrar la guitarra adecuada en un segundo y regresar al escenario, listos para continuar. Más adelante, “Rock & Roll Yo”, “Instituciones” y, cuando cruzaron las 11 y 11 del 11 11 11, Carlos Alberto García Moreno interpretó “Los dinosaurios”. El mundo no se terminaba. Al contrario, siguió su curso con “No toquen”, con “Confesiones de invierno”, con “Fanky”, con el regreso de Fito Páez a escena y su versión de los Byrds de “Me siento mucho mejor”, con “Canción de Alicia en el país de” y, para cerrar, adivinen, “No voy en tren”.
Esa noche, hubo fiesta de nuevo en los corredores del Rex. Ya no había censores, así que las risas fueron mucho más tranquilas. El cronista de estas líneas, yo, el colado más orgulloso del mundo, había cumplido uno de sus sueños imposibles. Se lo traté de decir a Charly pero luego pensé, para qué, dejémoslo tranquilo, dejémoslo con su sabia sonrisita de sedante, había que dejarlo que se preparase para la nueva serie de tres shows que seguirían en los próximos días. Pero García no descansa nunca, no lo necesita, él se relaja, se despide, se monta en la combi con cercanos y colados y se aleja a toda velocidad por la calle Corrientes, mientras cientos de fieles saynomorianos gritan que van a seguir verdes hasta que la muerte no se pare. Y diciendo las últimas palabras, desaparece el espanto.