Artículo publicado el 15 de mayo de 2011.
Fotos: Federico Ríos
A mediados de los años sesenta, John Lynch se adentró en un bosque del estado de Indiana para atrapar culebras. Pero una nevada repentina acabó con su expedición y el joven científico tuvo que permanecer ocho días en medio de los árboles, cerca de su carpa, que no era sino un puntico en medio de un follaje salpicado de piedras. Aquel bosque, tierra de lobos, no era apto para la agricultura. Nadie pasaba por allí. Las serpientes, huyendo de la nieve, se habían escondido bajo el suelo. Lynch, por entonces estudiante de biología, tendría que esperar una semana para que lo recogieran. En el silencio y la soledad del lugar, se entretenía escuchando el croar de las ranas. Mientras lo hacía, se dijo: “Vamos a ver quiénes son esos animalitos que me acompañan en la noche”.
Hasta entonces, sólo había visto las ranas como alimento para sus serpientes, que coleccionaba desde los nueve años en su casa del diminuto y hoy desaparecido pueblo de Collins, en Iowa. Pero en el bosque de Indiana, su forma de ver esos pequeños bichos saltarines cambió de manera radical. Hoy, cincuenta años después de esa expedición, John Lynch es el experto en ranas más reconocido de Colombia. De las más de 700 especies que se han encontrado en el país, él ha descrito cerca de 231. En gran parte, gracias a Lynch, hoy Colombia es el segundo país con más especies de anfibios después de Brasil.
John Lynch trabaja rodeado de unas 60 mil ranas en el instituto de Ciencias de la Universidad Nacional. Junto a un microscopio Zeiss blanco, en medio de frascos de todos los tamaños y un olor a alcohol, la pierna cruzada, las gafas colgando del cuello, los ojos muy azules, el pelo blanco y escaso, Lynch explica que, por ser un territorio tan húmedo, Colombia es “el paraíso de las ranas”. En toda Europa hay menos de cincuenta especies; en Norteamérica, 86. En Colombia, en tan sólo un kilómetro cuadrado de la Serranía de los Paraguas, en Chocó, Lynch halló 28 especies.
Antes de llegar a Colombia, en 1979, estuvo en Ecuador. Mientras trabajaba allí, veía con gran curiosidad a ese país al norte, extenso, diverso, de largas cadenas montañosas y selvas frondosas. Se preguntaba: “¿Por qué si Colombia es más grande que Ecuador, Venezuela y Panamá, tiene menos especies de ranas?”.
Decidió venir a Colombia y en su primera salida recolectó 45 especies entre el valle de río Magdalena y el Océano Pacífico. Más de la mitad estaban sin describir. Rápidamente, advirtió que en los bosques andinos había una mina de oro, un montón de ranas sin clasificar.
Mientras señala un frasco de vidrio lleno de renacuajos, explica que para coleccionar siempre hay que tener un objetivo; de lo contrario, lo que se hace es amontonar. Lynch es un escrupuloso coleccionador y clasificador. En México, un profesor le dijo que tenía ojo taxonómico, una habilidad especial para examinar y diferenciar especies. Durante sus casi cuarenta años de trabajo, lo ha comprobado. Al llegar a Colombia se dio cuenta de que había mucho trabajo por delante. En medio de los agrestes montes, vivían cientos de animales sin nombre que necesitaban un bautizo. En los años ochenta, Lynch decidió quedarse en Colombia. Renunció a su trabajo como profesor de Biología en la Universidad de Nebraska y volvió al país para quedarse de manera definitiva. Según cuenta: “Para estar más cerca de mis bichitos”.
En sus conversaciones, en medio de sus eres alargadas, siempre hay un diminutivo, una palabrita: bichito, charquito, carpita, ranita. Parece que hubiera aprendido español con una campesina del altiplano cundiboyacense.
Es un admirador de la música carranguera y del compositor Jorge Velosa. Un día lo vio en televisión, tocando con los Carrangueros de Ráquira. Quedó encantado, tanto, que en su honor nombró una especie
Eleutherodactylus carranguerorum, y otra Eleutherodactylus jorgevelosai.
Dos veces ha comido rana. Cuando probó las famosas ancas de rana, no le gustaron. Hace dos años, en Vaupés, comió rana entera, con vísceras incluidas. Cuenta que su sabor es similar al del pollo. “Pero no es gran cosa”.
El trabajo de Lynch es de mucha paciencia. Cuando comenzó a estudiar las ranas era un campo aún muy inexplorado. Las ranas son difíciles de investigar porque hay que estudiarlas con detalle para saber si son machos o hembras, adultas o jóvenes. Para clasificar las ranas arborícolas, por ejemplo, es necesario analizar cada parte de su anatomía. “A veces digo: qué trabajo tan harto; pero luego pienso que estoy haciendo un aporte. Me doy cuenta de cosas que la mayoría no advierte y mi responsabilidad es informarlas”, dice Lynch riéndose y haciendo una mueca de sufrimiento.
Lynch ha vivido la violencia del país más que muchos colombianos. En 1999 fue secuestrado un día por las Farc, y en 2000 tres días por el ELN. “Las dos veces, lo que me ha salvado es ser profesor de la Universidad Nacional”. Los encuentros, que él califica como muy desagradables, menguaron su entusiasmo de visitar varias zonas de Colombia.
Sobre una pared del laboratorio, cuelga un reloj de cartón que tiene pintadas cuatro ranas: a las doce, a las tres, a las seis y a las nueve. Bajo el reloj, Lynch se pasa la mano por la cabeza y cruza los brazos. Piensa. Y luego dice: “Pero lo peor de todo son los terrenos minados. En Colombia hay zonas muy extensas llenas de minas. Y las minas esperan”. Caquetá, Putumayo y Nariño son departamentos especialmente complicados. Hay zonas muy ricas en naturaleza, pero explorarlas es muy riesgoso.
Lynch está seguro de que aún falta mucho por descubrir. En los años ochenta, eran tantas las especies nuevas que llegaban a la Universidad Nacional, que no daban abasto. Eran más de las que podían organizar. Aunque no en la misma cantidad, siguen apareciendo más y más ranas sin clasificar. Lynch cree que han llegado a encontrar un ochenta por ciento de las que existen en Colombia. Hace unos años, en la Amazonía colombiana, él y un equipo de biólogos lograron el récord mundial de ranas coleccionado en un sitio: recolectaron 97 especies.
En las salidas de campo, Lynch es como un colibrí, siempre está mirando los arbustos. Sabe que hay ciertas tareas para las que no tiene paciencia, como sentarse en un charco noche tras noche monitoreando, o caminar observando sólo hacia el suelo. Ese trabajo lo hacen otros.
Hace unos años volvió a dedicarse a las serpientes, y ha profundizado en el estudio de los renacuajos. Hoy tiene 68 años. Muchos estudiantes han pasado por sus clases. Lynch ha formado a varias generaciones de nuevos científicos colombianos de maestría y doctorado.
Lynch sabe que su trabajo lo tendrán que continuar otros, que morirá sin acabar su empresa. “Es una labor que nunca voy a concluir. Pero no importa”, dice con una mueca de risa y pavor, y agrega: “Hace mucho tiempo descubrí que, como dice una de mis alumnas, este es un viaje de descubrimiento que nunca termina”.
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