Como una hoja que flota sobre la corriente, Jhon Fran Pinchao viajó a orillas del Apaporis en busca de su libertad, el mismo río que el etnobotánico Schults capturó en blanco y negro con su cámara Rolleiflex, Wade Davis rememoró en su libro El Río y Antonio Dorado llevó a la gran pantalla en el documental Apaporis.
El río que hoy enamora en las salas de cine y casi le cobra la vida al único prófugo vivo de las FARC es el protagonista de los relatos al interior de una selva en la que se pierden vidas pero se encuentran nuevos mundos. Sobrevivientes y exploradores de este territorio amazónico han contado sus travesías y exaltado la belleza de un paisaje colombiano que sigue siendo virgen.
Durante 17 días, el subintendente Pinchao fue arrastrado por la corriente del Apaporis. Una pimpina de gasolina le sirvió de flotador en su larga travesía.
Nueve años de cautiverio lo alejaron del nacimiento de su hijo y dejaron en su cuerpo huellas de desnutrición, paludismo, leishmaniasis y trastornos mentales irreparables.
El Apaporis nace en la antigua zona de distención. Sus 805 kilómetros bañan el Guaviare, Caquetá, Vaupés y Amazonas. Fue allí donde la humedad plagó de hongos los pies de Pinchao, y los insectos pudrieron la piel de un combatiente sin rifle que aún tenía una cadena atada al cuello.
La primera noche, en medio de la oscuridad, Pinchao advirtió lo agreste del lugar donde se hallaba. En las orillas del Apaporis se levantaba una planta espinosa llamada uña de gato que lo hería. Mientras tanto, la corriente lo arrastraba al centro el río.
Pinchao desconocía el lugar donde se encontraba. Creía que las aguas lo llevarían al municipio de Miraflores. No sabía que flotaba en el Apaporis. Su brújula improvisada, tarro con agua y una aguja, lo engañaba.
La comida –harina saborizada–, reunida en el campamento guerrillero se había mojado, no tenía más opción que racionarla y combinarla con los huevos que caían de los nidos y las frutas selváticas. “Había unas que por su color parecían deliciosas pero cuando las probaba eran amargas, me tocaba escupir todo el día y juagarme la boca mil veces. Fruta que veía, fruta que iba probando. La que más o menos era dulce, entonces la iba guardando”, dijo el policía en una entrevista
La lluvia caía a torrentes y se filtraba incluso entre los árboles más tupidos, donde Pinchao buscaba refugio y terminaba temblando casi al punto de la hipotermia. En vano construía refugios con hojas de 50 centímetros, pues aquel clima tropical atrae nubes de tábanos y zancudos que castigaban su cuerpo sin piedad.
“Entonces yo decía: bueno, dos noches lavado, más dos noches de hojitas de tal tipo, entonces sumaba y decía llevo más o menos tantas noches.”, afirma Pinchao.
El Apaporis, con sus 805 kilómetros, baña cuatro departamentos.
Tigres, jabalíes, aves negras acompañaron las noches y los días de Jhon Fran Pinchao. Vivía al acecho, alerta a trepar cualquier árbol y escaparse de las fauces de las fieras que rondaban un terreno extraño para los humanos. Manadas de micos gigantes aullaban enojados, arrancaban ramas y se las lanzaban para alejarlo de su territorio. En ese lugar quienes mandaban eran los animales.
En sus andanzas una cortadera –árbol parecido a pasto gigante– le provocó una herida de navaja en la mano izquierda que con los días se llenó de gusanos. Desafiando el dolor, los sacaba oprimiéndola contra árboles. El olor a carne podrida era más fuerte que los padecimientos.
Los rebalses –sitios donde se acumula el agua– le servían como guía para no alejarse del río. Sabía que no debía perder el rastro de su única esperanza para llegar a tierra firme. Al introducirse de nuevo en los caudales, la infinidad de curvas conducían su vida, se dejaba arrastrar por las ramas cubiertas de agua que en invierno cubren árboles de hasta 50 metros. Temeroso de ser devorado por enormes culebras, que pueden comerse una persona, o que un candirú le mordiera el pene mientras orinaba, viajaba hasta encontrarse con puentes naturales que lo obligaban a alternar su travesía con caminatas que castigaban cuanto quedaba de sus pies dentro de las botas de caucho.
La soledad le jugaba malas pasadas. En medio de la selva, confundía algunas plantas con personas, preso de la paranoia.
Hasta el día 17 su suerte cambió. Ese día se encontró con un nativo que le dio refugio y le sacó los gusanos de sus manos. Se quedó con el hombre hasta que se topó con el grupo de comandos jungla. Pinchao había sobrevivido a la indómita selva y al poderoso Apaporis, que lo llevó a la libertad.